sábado, 15 de noviembre de 2008


Los Celtas somos, con diferencia, unos de los hombres más religiosos de la antigüedad conocida, si exceptuamos a los egipcios de las primeras dinastías.
Lejos de nuestra imagen de guerreros palurdos, belicosos, saqueadores y siempre ebrios que nos han transmitido los romanos, nuestra vida estaba orientada casi constantemente hacia el mundo mágico y el espiritual por el sistema semiteocrático impuesto desde el druidismo, esa prodigiosa organización religiosa que supo dotar a la civilización en la cual se desarrolló de una comprensión mitológica de la existencia.
El mito en sí no deja de ser, en su origen, un tipo de historia sagrada; es decir, pertenece no sólo al ser humano sino a las entidades por encima de él, a las divinidades. Es una tradición sacra, lo que se conoce como la revelación primordial.
En torno a nosotros, los celtas, todo era prodigioso y devenía de algún tipo de encantamiento: desde nuestros propios e inciertos orígenes hasta los bosques o los animales con los que convivíamos, desde los combates con el enemigo o las expediciones al confín del mundo hasta nuestro calendario de fiestas.
Los dioses se manifestaban en todo momento y, si no eran ellos, lo hacían entidades de otros planos, como las del mundo feérico: las hadas, los elfos o cualquier otro.
La vida no podía considerarse otra cosa que una mera transición más o menos entretenida hasta el momento de la muerte, que se aceptaba sin complejos ni culpas ya que ella no constituía más que un paso previo a la existencia en el Otro Mundo.

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